Bienvenido como todo instrumento capaz de tender a reducir los márgenes de injusticia, el VAR es hoy cuestionado a escala planetaria en general y qué decir en particular en la Argentina, donde el fin de semana última labró una escandalosa complicidad con los árbitros Fernando Rapallini y Andrés Merlos.
Se confirmaron al cabo, por si alguna falta hacía, dos presagios primordiales entroncados en el origen mismo del Video Assistant Referee (VAR).
Uno, las limitaciones de la tecnología y la latente posibilidad de ser manipulada por las manos humanas.
Dos, que justamente por eso, porque el juez principal, los jueces asistentes y los veedores que supervisan desde las cabinas no son robots, carecen de inmunidad a errores, horrores, suspicacias, sospechas y, peor aún, certezas de cuño oscuro.
Para empezar, la forma en que Argentinos Juniors fue perjudicado en el estadio Monumental: dos goles que no subieron al marcador por sendas posiciones adelantadas por el canto de una uña o inexistentes.
Convengamos, escrito al pasar, que asistimos a un lastre que también sufren las grandes ligas: el offside infinitesimal. El offside de pixel.
Teléfono, señores de la International Board: ¿en qué ha quedado la oportuna propuesta de Arsene Wenger en el sentido de desaconsejar la sanción de un offside cuando el delantero en cuestión ha superado la línea que traza la cámara con dos o tres cabellos rebeldes escapados de un flequillo?
¿En qué ha quedado la perentoria necesidad de que se cancelen los offsides, dicho sin remilgos, ridículos?
No menos grave o, mejor dicho, mucho más grave, fue el penal sancionado por Rapallini a guisa de una descarada zambullida de Enzo Pérez.
Rapallini venía trotando de frente a la jugada: ¡penal!
¿Penal? ¿Los señores del VAR miraron para otro lado, estaban distraídos acaso, o Rapallini hizo valer una autoridad puesta al servicio de un verdadero “saqueo” deportivo?
¿Y el oprobioso dislate sucedido en el Cilindro de Avellaneda?
¡El gol de Brian Leizza para Tigre no había sido gol!
Había dado toda la sensación de que la postrera volada de Gabriel Arias había consumado la proeza de que la pelota no entrara por completo y absolutamente todas las cámaras del VAR confirmaron la percepción ocular.
O dicho de una manera más elocuente: ni el juez de línea ni las cámaras del VAR certificaron que, en efecto, Tigre había marcado un gol.
Y sin embargo el juez Andrés Merlos señaló el centro del campo y, Racing, como se decía antaño en jerga popular, “a llorar a la capilla”.
¿Cómo puede ser que en pleno 2023 en la liga de la selección campeona del mundo no se sepa si un gol ha sido gol?
Si algo, alguna cosa, lo primordial, jamás puede dejar dudas en un partido de fútbol, ¡es si el gol fue gol o no fue gol!
El rugby solucionó este problema hace unas cuantas décadas con el llamado “video ref“. Y no en Burkina Faso: ¡también en la Argentina!
En Europa, por caso, en el fútbol pusieron en vigencia el chip, el sensor, que -llegado el caso- activa una inmediata alarma que avisa al juez principal que la pelota ha ingresado al arco en toda su circunferencia: gol.
En la Argentina persistimos en la Edad de Piedra.
“Es muy caro, no tenemos plata”, se excusan en la AFA, cuando de sobra se sabe que, si algo no escasea en el edificio de la calle Viamonte y en el predio de Ezeiza, es el vil metal.